En verano me sentaba a esperarla en la vereda. Ya a la tardecita las ranas empezaban a bienvenirla a coro, y los bichitos de luz primero la guiaban, después le salpicaban la negrura. Entonces ella doblaba la esquina flotando en aromas y lo envolvía todo de a poquito, pidiendo permiso.
Pero en invierno llegaba sin avisar. Yo miraba a través de la ventana y ya estaba allí. Sola. Enorme y pesada. Silenciosa y ajena.
Con el tiempo nos hicimos compinches y ella se dejaba recorrer. Descubrirle los rincones y habitarla con amigos, amores, sueños y esperanzas se hizo rutina, casi.
Ahora ella se ocupa de mí: me lleva al teatro; cuando salgo y vuelvo a casa, o voy a cenar por ahí, se encarga de mis soledades y mis miedos y se los lleva un rato.
Me ayuda ella, la noche. O me vigila, no sé. Ahora mientras la nombro, ella está ahí.

Afuera.